Wednesday, January 13, 2016

capitulo 1 y 2

-Y como Leland me ha dado carta blanca para llevar todos sus asuntos, pienso arrastrar a esa pequeña zorra ante los tribunales y acabar con ella -le explicó Jennifer Coulter, relamiéndose ante su venganza. Peter se quedó mirando a la hija de su difunta madrastra, disimulando su interés tras una máscara de amable indiferencia. Nadie podría haber adivinado que, sin quererlo, Jennifer le había proporcionado una información por la que hubiera estado dispuesto a pagar cualquier cosa. Lali Esposito, la modelo conocida como la Reina de Hielo por los periodistas, y la única mujer que le había dado más de un quebradero de cabeza, estaba metida en un serio problema -Leland derrochó una fortuna en ella -continuó Jennifer resentida-. Tendrías que haber visto las facturas. ¡Es increíble lo que se ha gastado sólo en ropas de diseño! -Lali es una mujer ambiciosa. Supongo que se propuso sacarle a Leland el máximo posible -comentó Peter procurando aplacarla. Casi podía decirse que él era el único de los conocidos del matrimonio Coulter que nunca se había dejado engañar acerca de las verdaderas razones de la ruptura de la pareja, tres años antes. Tampoco le habían impresionado nunca las quejas de Jennifer. Aquella mujer había nacido en la riqueza, y probablemente moriría siendo aún mucho más rica. Su reconocida avaricia era motivo de más de un chiste entre los miembros de la alta sociedad londinense. -¡Todo ese dinero desperdiciado! -se lamentó Jennifer con los dientes apretados-. ¡Y ahora encima me entero de que esa zorra consiguió que Leland le hiciera semejante préstamo! ¿Zorra? Definitivamente, pensó Peter, su hermanastra no tenía ni pizca de clase, y mucho menos de discernimiento. Que un hombre tuviera una amante era algo perfectamente normal, pero no una ramera. Sin embargo, Leland había roto las reglas: ningún hombre en sus cabales abandonaba a su esposa para largarse con su amante. Ningún griego, al menos, habría sido tan inconsciente. Leland Coulter se había comportado como un estúpido, llevando la vergüenza a toda su familia. -Pero, al final, conseguiste lo que te proponías- intervino-: tu marido ha regresado a casa. -Sí, efectivamente -replicó secamente Jennifer, curvando los labios en una cínica mueca-. Pero sólo después de que le diera un infarto del que tardará meses en recuperarse, y no antes de que esa zorra lo abandonara en el hospital. Se limitó a decirle al médico que me avisara, y después se largó tan fresca como una lechuga. Pero lo que me importa ahora es recuperar el dinero sea como sea. Ya he dado orden a mis abogados para que le envíen una carta... -Jennifer, a mí me parece que, dadas las circunstancias, estando Leland enfermo y todo eso, tus prioridades son otras. No creo que a tu marido le ayude verte dar el espectáculo en los tribunales -Peter vio que de inmediato la mujer se ponía rígida al considerar la situación desde ese punto de vista-. Permíteme que sea yo el que me encargue de este asunto. Me hago responsable de que recuperes el dinero del préstamo. -¿Lo... lo dices en serio? -tartamudeó Jennifer atónita. -¿Acaso no somos parientes? -preguntó Peter a su vez dulcemente. Lenta, muy lentamente, Jennifer asintió, como hipnotizada por la cálida mirada del hombre que tenía delante. Sin duda, Peter, el auténtico cabeza de familia, contaba con el respeto de todos los miembros del clan. Era un hombre frío, implacable y enormemente seguro de sí mismo. Además, era inmensamente rico y poderoso. Conseguía atemorizar a la gente con su sola presencia. Cuando Leland rompió su matrimonio, Peter había cortado de raíz las quejas y llantos de Jennifer con una simple mirada. De alguna forma, se había enterado de que ella le había sido infiel primero, e, implacable, así se lo hizo saber. Desde entonces, Jennifer había evitado volver a encontrarse con él. Sólo había conseguido superar el temor que le inspiraba para pedirle consejo acerca de la mejor forma de gestionar la rentable cadena de casinos propiedad de Leland. -¿Cómo lo conseguirás? -preguntó con la boca seca, sin comprender muy bien todavía cómo había sido capaz de ponerse en sus manos. -Mis métodos son cosa mía -replicó Peter cortante, dando por concluida aquella conversación. La impenetrable expresión de su atractivo rostro la hizo estremecerse de pies a cabeza. Sin embargo, se sentía triunfante: Peter le había ofrecido su ayuda y aquella zorra muy pronto iba a pasarlo muy mal. Sólo eso le importaba. Cuando se quedó solo, Peter hizo algo completamente inusual en él: ordenó a su sorprendida secretaria de que no le pasara ninguna llamada y se arrellanó indolente en el sillón de cuero, contemplando la magnífica vista de la City londinense que se extendía frente a él. Ya no necesitaría más duchas frías, pensó, al tiempo que esbozaba una sensual sonrisa. No habría más noches solitarias. Su sonrisa se hizo aún más amplia: la Reina de Hielo iba a ser suya. Después de una espera de más de tres años, estaba a punto de conseguirla.

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