Desde el mismo momento en que Lali Esposito abrió los ojos, supo que aquél no sería un típico viernes de Octubre. ¡Oh! Por supuesto que se levantaría, se vestiría y se iría al trabajo como cualquier otro día, pero… Miró al techo, intentando comprender por qué se sentía tan extraña, casi deprimida.
Entonces se acordó. Era su cumpleaños. Y no cualquier cumpleaños, sino su cumpleaños número treinta y uno.
Con un gruñido, se destapó y salió disparada al cuarto de baño. Treinta y un años. Pero se sentía como si tuviera cincuenta. ¿Cómo era posible que hubiera pasado tanto tiempo? ¿Y cuándo se había transformado en poco más que un hámster que da vueltas en una rueda, haciendo todos los días lo mismo, sin cambiar siquiera de escenario?
Los veintinueve habían llegado y se habían ido. Apenas se había dado cuenta de los treinta, sobreviviendo a ellos sin asomo de ninguna temprana crisis de mediana edad. Pero treinta y uno…
La idea de cumplir treinta y un años la tenía malhumorada desde hacía semanas.
Y ahora su cumpleaños había llegado y ya era oficialmente una virgen de treinta y un años.
Una especie de solterona.
¡Oh, Dios! Lo único que le faltaba era una casa llena de gatos. Afortunadamente, el edificio de apartamentos no permitía tener animales domésticos, si no, probablemente hubiera cumplido también con ese requisito del estereotipo. No obstante, tenía unos cuantos gatos de cerámica distribuidos por su vivienda.
¿Cómo era posible que una mujer de treinta y un años, más o menos atractiva, no se hubiera ido nunca a la cama con un hombre?, se preguntó Lali. Apretó el tubo de dentífrico sobre el cepillo de dientes y empezó a lavárselos.
No le sorprendía. Sus padres habían sido demasiado sobreprotectores con ella de pequeña, y ella había sido tímida y un poco ratón de biblioteca durante el instituto. Había salido con algunos chicos muy majos durante la época de la Universidad. Pero ninguno de ellos había conseguido que le diera un vuelco el corazón, ni que le latiese tan aceleradamente que se le saliera del pecho. Y suponía que nunca había correspondido a sus avances eróticos por eso precisamente.
Después de enjuagarse la boca, se lavó la cara y se la secó. Luego levantó la cabeza y se miró al espejo.
Volvió a su dormitorio y miró en su armario ropero. Por primera vez se dio cuenta de que toda la ropa era prácticamente igual. Vestidos de diseños casi infantiles estampados con flores. ¡Dios! ¡No podían ser más ñoños!
muero por mas
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