El suelo era de un mármol resplandeciente, negro moteado de un gris blancuzco. Del techo colgaba una araña de cristal del tamaño de un autobús pequeño que lanzaba destellos a la luz natural. Justo frente a la puerta de entrada se abría una amplia escalinata que conducía hasta un primer piso y allí se dividía en dos.
El mayordomo la condujo hacia la parte derecha del vestíbulo, por un pasillo cubierto por una alfombra que describían complejos dibujos. Se detuvo entonces frente a una de las puertas cerradas y llamó con los nudillos. Del interior les llegó una voz amortiguada, ordenándoles que entraran y el mayordomo se echó a un lado y le hizo un gesto de que podía entrar.
El despacho personal era decididamente masculino. Había una zona cubierta por una alfombra de color oscuro, librerías encastradas cubrían las cuatro paredes de la habitación, y una enorme mesa de despacho de madera de cerezo ocupaba una buena porción de espacio.
Lali apartó finalmente la vista de los impresionantes alrededores y dirigió la atención hacia el hombre que estaba sentado tras el escritorio. Se quedó boquiabierta.
—Tú.
—Señorita Esposito —dijo él, levantándose y rodeando con ademán regio la mesa hasta quedar frente a ella—. Me alegra mucho que aceptaras mi oferta para trabajar para nuestra familia.
—Tú eres el príncipe Lanzani…
—Peter Lanzani de Glendovia, sí. Puedes llamarme Peter.
Peter. El mismo Peter que la había invitado a tomar una copa de champán para después pedirle que se fuera a la cama con él.
Lali notó la garganta seca de pura estupefacción, que se le había hecho un nudo en el estómago y el pulso le latía tan deprisa como si estuviera corriendo.
¿Cómo había ocurrido algo así?
—No lo entiendo —dijo ella con un hilo de voz, mientras trataba de dar voz a sus pensamientos—. ¿Por qué ibas a invitarme a trabajar aquí después de la manera en que nos separamos? Lo único que querías de mí era… Y entonces cayó en la cuenta.
—Lo has hecho a propósito. Me has atraído con malas artes hasta aquí, para convencerme para que me vaya a la cama contigo.
—Mi querida señorita Esposito —replicó él, de pie, recto como una espada, y las manos enlazadas a la espalda—. Glendovia necesita a alguien especializado en organizar actos benéficos. Y, después de verte en acción, decidí que serías la persona ideal para el trabajo.
—¿Y has cambiado de opinión, respecto a lo de llevarme a la cama? —lo retó
ella.
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