—Las cosas no te están resultando precisamente sencillas por aquí en estos momentos. Un periodista acampa delante de la casa, ese cretino de Benjamin sigue llamándote, y… bueno… —apartó la mirada y su voz se suavizó ligeramente—. He oído que la gala de la semana pasada no salió tan bien como en otras ocasiones.
Lali inspiró profundamente, tratando de no dejarse abrumar por el dolor de oír a su hermana recitarle sus defectos.
Valeria le pasó el brazo por encima de los hombros en señal de apoyo filial y continuó:
—Estaba pensando que, si te fueras de aquí un tiempo, a un lugar donde nadie pudiera encontrarte, todo se olvidaría. Y para cuando vuelvas, podrás seguir con tu vida como si nada de esto hubiera pasado.
—Pero estaría lejos de vosotros también —murmuró Lali—. En Navidad encima.
—Podrías volver antes de las fiestas. Pero aunque no lo hagas, sólo son unas vacaciones. Siempre quedará el año próximo —la abrazó y añadió—: No quiero que te vayas, sólo digo que, tal vez, deberías pensar en ello y decidir qué es lo mejor para ti. Creo que papá estará de acuerdo conmigo.
—Lo pensaré —prometió Lali, consciente de que su hermana tenía razón. Tal vez la mejor manera de dejar atrás todo el escándalo levantado en torno a su persona, fuera huir a otro país.
Menos de una semana más tarde, el sábado después de Acción de Gracias, Lali aterrizaba en la isla de Glendovia, esperando contra todo pronóstico que no hubiera vuelto a tomar la decisión equivocada.
Había tenido un vuelo sin incidentes. Y una limusina la estaba esperando en el aeropuerto, tal como decía el itinerario que le habían enviado por fax, nada más aceptar la oferta del príncipe Peter.
Lali iba mirando por la ventana del coche, maravillada con la belleza de los paisajes de la diminuta isla. Situada hacia el norte en el mar Mediterráneo, era la imagen de postal perfecta, con su cielo azul despejado de nubes, las verdes colinas y el mar azul verdoso que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
Incluso lo que suponía que sería la capital del reino, parecía más pintoresco y limpio que cualquiera de las ciudades que conocía de Estados Unidos o Europa. Había edificios altos, pero no mamotretos. Las calles estaban concurridas, pero no abarrotadas y no resultaban agobiantes.
Las cosas parecían llevar un ritmo más tranquilo en aquel lugar, y por primera vez desde que firmara en la esquina inferior del acuerdo con la casa real, pensó que se alegraba de verdad de haber ido.
Su familia había apoyado la decisión de buena gana, porque sólo querían que fuera feliz y pudiera dejar atrás un escándalo, que todos sabían le estaba haciendo mucho daño. Así que había aceptado para protegerlos de una parte de su vida que se estaba volviendo muy desagradable, con la esperanza de que así no les salpicara.
La limusina redujo la velocidad y esperó a que se abriera la enorme verja de hierro forjado. Avanzaron a lo largo de un serpenteante camino, que discurría entre secciones de césped y jardines perfectamente recortados y cuidados.
La casa, o más bien el palacio, tenía aspecto de edificio histórico en el diseño, aunque parecía que había sido reformado para darle un toque más moderno. De color blanco roto, con sus columnas y balcones, e innumerables ventanales de suelo a techo, se elevaba en la cima de una pequeña elevación desde la que se podían ver las olas del Mediterráneo.
Cuando el chófer se bajó a abrirle la puerta y ayudarla a bajar, Lali no podía apartar la vista de la impresionante imagen de postal. Seguía mirando boquiabierta, cuando el chófer sacó su equipaje del maletero y la acompañó a la puerta principal.
Un mayordomo la abrió y la invitó a pasar al interior, donde varias criadas vestidas con uniforme gris se ocuparon de llevarse el equipaje.
—El príncipe ha pedido que la lleváramos ante su presencia nada más llegar, señorita Esposito. Si tiene la bondad de seguirme —dijo el mayordomo.
Sintiéndose como si acabara de aterrizar en un cuento de hadas, Lali hizo lo que le pedían, tomando nota de todos los detalles del vestíbulo a su paso.
mas nove ♥
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