—Por una vez, no vamos a hacerlo en el pasillo.
Mareada por la pasión, Lali sólo pudo asentir.
Decidido, Peter, la tomó de la mano para llevarla al dormitorio.
—Yo he dejado el móvil, así que tendrás que compensarme adecuadamente, pedi mu.
Ella tenía las piernas temblorosas. El brillo sexual en sus ojos la aprisionaba como una cadena. Una cegadora ola de deseo la recorrió entera.
Andreas la miró con ardiente satisfacción mientras bajaba la cremallera del vestido azul turquesa, dejando al descubierto el sujetador y la braguita de encaje.
—Eres soberbia —murmuró, con voz ronca de pasión.
Luego, tomándola en brazos, la depositó sobre la cama, su carismática sonrisa iluminando un rostro por lo general serio.
—No te muevas.
—No pienso ir a ningún sitio —musitó Lali, sus ojos clavados en él como si tuviera un imán mientras se quitaba la chaqueta.
Era un hombre fuera de serie. Moreno, alto, fuerte e increíblemente guapo, emanaba la fuerza y la sensualidad de un predador. Lali sentía como si tuviera mariposas en el estómago... y, sin embargo, a la vez, debía luchar contra la vergüenza de estar tumbada en una cama, en ropa interior, delante de él.
No la habían educado de una forma liberal, pero cuando Peter llegó a su vida no sólo había tirado el libro de las reglas, lo había quemado.
¿Era importante para él?, se preguntó. ¿O era algo temporal, algo que abandonaría sin mirar atrás cuando se cansara?
—¿Piensas en mí cuando estás fuera de Londres? —le preguntó.
Peter se tumbó a su lado mientras desabrochaba su camisa.
—¿Después de dos semanas sin sexo? Esta semana he pensado en ti al menos una vez por minuto —contestó él, riendo.
Lali se puso colorada. Pero el comentario no le gustó en absoluto.
—No me refería a eso.
Él la apretó contra su pecho, con típica arrogancia masculina.
—No le hagas a un griego preguntas de ese tipo. Eres mi amante, claro que pienso en ti.
Cuando empezó a besarla, todas las dudas desaparecieron. Se desató un incendio entre sus piernas y una ola de deseo la consumió al sentir el peso de su cuerpo. Dos semanas sin Peter eran como toda una vida. Aunque dudaba de su amor por ella, no podía evitar refugiarse en su pasión. Sus expertas caricias la hacían gemir y, cuando utilizó los dientes y la lengua, empezó a apretarse contra él sin pensar en nada más.
Su corazón latía a toda velocidad, el aire apenas llegaba a sus pulmones. La elemental masculinidad de Peter era irresistible. Él sabía per-fectamente lo que la excitaba y, cuando encontró el capullo escondido entre sus rizos, con sus dedos expertos la llevó a unas cimas de deseo aún más desesperadas.
—Así es como te imagino —murmuró, con cruda satisfacción—.
Enloquecida por el placer que te doy.
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