—Señorita Esposito... —la llamó una voz masculina. Lali se volvió y vio al hombre mayor y canoso, que acababa de darle las riendas de Pluto a un joven vestido con ropas de faena—. Soy Joseph Tolly. Hace cuarenta años nuestras familias eran vecinas. Se parece usted mucho a su madre.
Una amplia sonrisa de sorpresa y satisfacción barrió momentáneamente la incomodidad de Lali.
—¿En serio? Dios mío, sin duda debió de conocerla. Me encantaría que me contara lo que recuerda de aquellos días.
—Será un placer recibirla esta tarde —le ofreció el hombre calurosamente.
—El placer será mío. ¿Dónde vive?
Peter no estaba acostumbrado a que lo ignoraran, por lo que presenció con una mezcla de irritación y regocijo el intercambio de buenos modales y cortesía entre su mayordomo y su nueva vecina. Mary se balanceaba hacia delante y atrás, como una niña amenazando con montar una pataleta. Nadie estaba demostrando el menor interés en ella, y la atención era el oxígeno de su existencia. Con aquel ejemplo ante sus ojos, Peter no tuvo más remedio que admitir que la capacidad para entablar un diálogo amistoso fueran cuales fueran las circunstancias era un rasgo inimitablemente irlandés. Incluso se permitió una sonrisa benévola ante semejante muestra de sentimentalismo entre dos desconocidos. Habiendo rechazado su generosa oferta para comprar la finca, su sensual vecina estaba a punto de pagar un precio mucho más alto por aquel imperdonable desafío, y no sería de un modo tan civilizado como ahora. Cuando era necesario, Peter estaba dispuesto a jugar cuanto hiciera falta, y no se detenía hasta conseguir el triunfo.
Al encontrarte con la mirada esmeralda y pensativa de Peter, Lali sintió un escalofrío. Pero un segundo más tarde recordó que seguía en el jardín de su fabulosa mansión georgiana, y entonces quiso que se la tragara la tierra. ¿Cómo podía haber olvidado que estaba paseándose al aire libre en pijama? No era extraño que Peter la estuviera mirando como si se hubiese escapado del zoológico.
—Discúlpeme... —murmuró, y giró sobre sus talones para alejarse con la espalda muy rígida colina abajo.
Las rosas enormes y chillonas que llevaba estampadas en el trasero eran como un punzante recordatorio de su propio tormento. ¡Aquel hombre arrogante y despreciable se había reído de ella!
Pero tenía que reconocer, por mucho que la incomodara, que el modo en que se había ruborizado y cómo lo había devorado con la mirada no se le había podido pasar por alto. Cualquier hombre con ese atractivo tenía que ser consciente del efecto que provocaba en las mujeres. ¿Qué demonios le había pasado?, se preguntó encogiéndose de vergüenza.
Como si su reacción no fuera ya lo bastante humillante, el comentario mordaz sobre las verduras había sido un golpe muy duro. ¿Qué tenía de malo querer cultivar verduras? Parecía que el señor McNally, el abogado, había repetido todo lo que ella le había dicho... pero ¿por qué no iba a hacerlo? Ella no le había pedido que mantuviera en secreto sus aspiraciones agrícolas. Entonces, ¿desde cuándo se había vuelto tan sensible?
Después de darse una ducha rápida y de tomar un desayuno aún más rápido, empezó a planificar con todo detalle el renacimiento de aquella tierra. El primer paso
sería elegir un nombre para el negocio y colocar un letrero en la carretera.
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